Estaba dormido envuelto en su manta, y al despertar creyó haber estado durmiendo por muchísimo tiempo. La manta estaba extendida sobre el suelo del bosque, al amparo de las rocas, más allá de la entrada de la cueva.
–¿Dónde estoy? ¿es un sueño? ¿Me habré quedado dormido? ¡Despierta Arturo! Imposible, no podría fallarle así a mi familia ¡La reunión de hoy! Espera, no, todavía es de noche; no te levantes Arturo, sigues soñando. Todo es un sueño. Ojalá me salga bien la presentación. Realmente estás en tu cama; ni camino de la playa, como hace un rato, ni en un bosque, como ahora. ¿Por qué no ha sonado la alarma? Pero no puede ser, me duele infinito la cabeza, los sueños no son así… ¡Qué dices!, claro que son así. Pero no es un sueño, ¡es una pesadilla! No me puedo despertar ¡Necesito despertar! Un café. ¡La reunión! Seguro que el niño ha apagado el despertador otra vez. Siempre tocando mis cosas; ¡el contrato!, recuerda echar el contrato en la mochila. Un café en mi taza de la suerte. ¿Qué te apuestas que llego tarde?… precisamente hoy. Definitivamente tengo que despertar ¿Y si busco un café? A ver, estás en medio de un bosque, NO hay café. ¡Matarme!, tengo que matarme. Tengo que llamar a mi madre; la pobre. Qué poco tiempo tengo para lo importante. ¡La reunión! ¿Qué hora será? A ver, ¿Cómo matarme en medio de un bosque? Si me atacara un lobo sería perfecto. Nunca se me ha dado bien controlar mis sueños. ¿Tendré tiempo algún día para aprender a tocar la guitarra? …tiempo… mi trabajo es odioso. Al menos tengo una familia que me hace inmensamente feliz. ¡Qué poco tiempo paso con ellos! Espera, estoy frente a una cueva; si algo puede matarme en este sueño, seguro que está allí dentro. ¡La reunión!
Todavía bastante aturdido por la situación y el torbellino de sus pensamientos, Arturo se impulsó sobre su cuerpo y se deslizó en dirección hacia el interior de la cueva. Pero allí, justo en la entrada, en el lugar exacto donde dentro de unas horas luz y oscuridad establecerán de nuevo la frontera de su eterna batalla, salió a su paso, emergiendo de entre las sombras, la silueta de una persona; interrumpiendo con ello su camino.
–¿Quieres pasar a la cueva Arturo? –dijo el misterioso personaje, con una voz firme, pero a la vez cálida; dulce pero distante. Como la de un sacerdote dirigiéndose a sus feligreses –, ¿Para qué? ¿Cuál es tu propósito?
El guardián de la cueva, si así podemos llamarlo, parecía tener mil años, quizás dos mil. Extremadamente delgado, aparentaba además ser bastante alto; al menos lo suficiente como para tener que mantenerse ligeramente encorvado para no golpearse con el techo de la guarida. Aun así, su figura sobresalía algo más de dos palmos por encima del propio Arturo. Su ropa, sin embargo, resultaba bastante juvenil; camisa y pantalón de un tejido parecido al lino, aunque algo más plástico: todo de blanco; un largo palo blanco culminado por una formidable cabeza. Su rostro pálido resultaba una página en blanco, vacío también de cualquier tipo de sentimiento; aséptico. A pesar de ello, sus ojos color mostaza mantenían una vivacidad y un brillo un tanto extraño para alguien que ha cumplido mil años. Eran grandes y saltones como los de las ranas; ranas de las exóticas, de las que habitan en la salvaje selva tropical; aquellas de piel verde fosforescente, canicas de un rojo intenso por ojos, y patitas con dedos de extraterrestre. Su larga melena, de un intenso negro azabache, resaltaba sobre el blanco monótono que desprendía el resto de su ser, dando a su conjunto un aspecto modernista, en claro contraste con lo oscuro y primitivo de la escena.
–Quiero matarme –respondió finalmente Arturo, en un ataque de sinceridad bastante poco habitual en él–. Estoy atrapado en este sueño y necesito despertar.
–Bien pensado, Arturo –replicó el guardián de la cueva–. Sin embargo, aquí dentro no podrás asesinarte.
–¿Sí? ¿Y eso por qué? ¿por qué estás tan seguro? –Los gestos corporales de Arturo trasmitían su creciente nerviosismo por la situación.
–No podrás matarte ni aquí ni en ningún otro sitio porque en realidad ya estás muerto –afirmó el guardián, de nuevo sin rastro de emoción alguna en sus palabras.
Justo en ese momento, un repentino fogonazo impactó en la mente de Arturo, iluminando sus recuerdos: aquellas dos últimas semanas de trabajo extenuante, de noches sin dormir; ese proyecto cuya finalización no podía esperar; esa última tarde acompañado de su familia, presente en cuerpo, ausente en todo; ese viaje de vuelta en coche, demasiado tarde para un día entre semana; esa carretera oscura, esos ojos cansados, esa vida apagada; una última curva cerrada, un sueño de medio segundo: mediana, arcén, quitamiedos, terraplén. De nuevo despierto, demasiado tarde. Al frente de un coche incontrolable, cuesta abajo; Trato de enderezarlo, pero entonces pierdo una rueda. Terraplén, vuelta de campana, salir volando…árbol; fin. Empotrados al inicio de un bosque. Junto a la entrada de una cueva.
–¡No puede ser! –dijo un Arturo al borde del pánico–. Mi madre está enferma y me necesita. Mi mujer… ¡Mi hijo!
–Tu madre murió hace ya ocho años, Arturo. Te olvidas de ello a menudo porque no sueles tener tiempo para…
–¡No te atrevas a insinuar que todos estarán mejor sin mí! ¿Quién te crees que eres? ¿Una especie de dios? –Arturo dudó entonces unos instantes–. ¿Eres Dios?
–Sabes bien Arturo que ni soy Dios ni he dicho nada de eso en voz alta –prosiguió el guardián–. Y en el fondo de tu ser, también eres consciente de que tu mujer y tu hijo están también muertos; ellos ya han entrado hace un rato, te esperan dentro. No tuvieron tu suerte; despertaron ya en la oscuridad. En cualquier caso, mi misión aquí no es otra que hacerte esta pregunta. Arturo, ¿quieres vivir?
– ¡Claro que no quiero vivir! –La simple pregunta indignaba a un enfurecido Arturo–. Mi vida entera, mi vida real, está ahora dentro de esta falsa cueva. Fuera solo me espera la oscuridad. Además, ¡si ya estoy muerto! Tú mismo lo has dicho. Por favor, déjame pasar…
–Arturo, ¿quieres vivir?
–… ¡La reunión!
Angel Sierra
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