Y entonces, un beso lo cambió todo.
Postrada en su cama en la UCI, Susana llevaba varios días sabiendo que su lucha había terminado. Faltaba solo poner fecha al final de su historia. El virus había ido desgastando poco a poco su salud y sus fuerzas, como un boxeador incansable que golpea a su rival hasta que este se derrumba vencido por el agotamiento. Más de ochenta años de intensa vida: guerras vividas, hambre, decepciones…pero también felicidad. Sobre todo, felicidad. Y sin embargo, el único recuerdo que ahora quedaba de todo eso era el de aquella última noche.
Justo antes de enfermar, antes de recluirse en ese hospital del que ahora sabía que nunca saldría. Aquel último instante. Sesenta años juntos; el primer y el último amor. Muchas vivencias, mil momentos especiales, y un único lamento: no haber podido ser padres. Pero se tenían el uno al otro. Esa noche Susana se encontraba ya mal, muy cansada. Roberto no paraba de refunfuñar, como siempre. Y como siempre, acabaron discutiendo. Las últimas palabras de Susana fueron duras, quizás más que nunca (“¡Eres el mayor error de mi vida!” “¡Ojalá no te hubiera conocido!”). De todas formas, sus peleas siempre habían sido bastante explosivas. Mañana se pedirán perdón, y volverán a despertar la sonrisa de quien los vea pasear cogidos de la mano.
Pero esta vez no hubo un mañana. Esa misma noche, Susana se despertó con fiebre muy alta. Tan solo una llamada, y Susana se marchó. A Roberto no le dejaron acompañar a su mujer.
–Pero, ¡cómo va a quedarse sola! –clamaba Roberto– ¿Por qué no me dejan acompañarla? ¡Me necesita! –Poco después, Roberto también enfermó.
Ahora, después de veinticinco días de soledad y tristeza, solo queda una idea en sus cabezas. Sobre todo en Susana. Esa pelea; esas malditas palabras.
Hoy Roberto ha recibido noticias. Que haya superado ya la enfermedad, a sus noventa, es lo de menos. Porque por encima de todo está el saber que ya puede visitar a Susana. Dos horas después, ya en la habitación del hospital, Roberto se encuentra de nuevo con su compañera. Susana, muy sedada, descubre en susurros la voz de su marido, que con dulzura repite su nombre. –¡Otra vez ese maldito sueño!– pensó Susana –Otra vez esa noche…–. Sin embargo, al entreabrir sus ojos, vio que Roberto estaba realmente allí.
–¡Lo siento Roberto, lo siento mucho! –Quiso gritar– ¡Te amo! ¡Te he querido como nada en este mundo! ¡Me has hecho inmensamente feliz! ¡No cambiaría un minuto de mi vida contigo! –Pero Susana no tenía ya fuerzas para regalar una sola palabra.
Roberto entonces acercó su rostro al de Susana. Su gesto era tranquilo, cariñoso, de mirada cómplice.
–Lo sé –dijo solamente–, y la besó.
Angel Sierra
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