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Lo reconozco, he vuelto al gimnasio. Y si, se lo que estáis pensando. Pero que mi vuelta coincida con la entrada del nuevo año, época de buenos propósitos, de cambios… es pura casualidad.  Lo llevaba pensando mucho tiempo, así que no es un capricho pasajero. Además he cambiado de gimnasio, así que parto de cero. ¡Esta vez llego para quedarme! Lo único es que, después de mi primer día, muchas ganas hay que tener para volver allí mañana.

Pero no me entendáis mal, me encanta el rollo Gym. O al menos mi “rollo”. Porque yo no busco hacer vida social dentro del gimnasio, más bien al contrario (es un tiempo para dedicarlo a mí). No me gusta hacer pesas, entre otras cosas porque soy un “tirillas”. Es más, creo que lo más parecido a series de repeticiones levantando pesas que hago en mi vida es cuando saco del carro de la compra los yogures y se los acerco a la dependienta del súper para que los cobre. Así que podéis intuir que no me relaciono mucho con los “musculitos”. Tampoco tengo tiempo ni ganas de pasar horas allí, así que suelo ir al grano. Entro en mi clase del día; salgo de mi clase del día… y me marcho a casa. Y ya está. Ni siquiera paso por los vestuarios, otro lugar imprescindible para ser “alguien” en el Gym. Por eso entenderéis que no haya dejado mucha huella en mi paso por este tipo de centros… hasta hoy.

El caso es que al llegar el primer día todo era nuevo para mí; nuevo y esplendoroso. La recepción, con su hermosa chica (desde que vi hace años un episodio de la serie Friends, donde Chandler y Ross intentaban borrarse de un gimnasio, presto mucho atención a este detalle). El torno de entrada, abriéndose a mi paso al acercar mi flamante tarjeta de socio; el sistema automatizado para reserva de clases. Las maquinas: cientos de maquinas de todos los tipos; nuevecitas, esperándome. Y mis nuevos compañeros. Personitas haciendo pesas, montando en bici, corriendo en cinta, saltando a la comba, haciendo flexiones… ¡Miles de calorías por segundo quemadas!

Fue tal mi estado de ensoñación que hasta me asomé a los vestuarios. Y todo de nuevo deslumbrante. Allí descubrí que las taquillas podrían usarse libremente. Solo hacía falta utilizar tu propio candado para protegerlas. ¡Y me gustó! Así que, como evidentemente no llevaba ningún candado encima, fui a preguntar a recepción (¿Os he hablado ya de la chica de la recepción?).

– “No te preocupes, aquí mismo tenemos candados a la venta”.  Me dijo.

– “¡Perfecto!”. Exclamé yo.

– «Tenemos candados de dos tipos. Unos que se abren con llave (cierras el candado, te llevas la llave y la utilizas para abrirlo de nuevo), y otros con combinación, similar al de muchas maletas (configuras una clave de 4 dígitos y la utilizas para abrirlo). ¿Cuál prefieres?»

– “El de combinación, por supuesto”. Exclamé con rotundidad. “Mírame. Soy un tirillas.” Y dando ligeros golpecitos con el dedo índice de mi mano izquierda sobre mi sien, concluí: “Soy mucho más de usar la cabeza que la fuerza”.

La chica fue a por mi candado y me ayudó a configurar la clave. Y allá que volví a los vestuarios más chulo que un ocho. Elegí de toda la pared de taquillas la que más me gustó de todas (a media altura, para no forzar en exceso los músculos; y con pocas taquillas cercanas ocupadas, para evitar confusiones). Guardé en ella todos mis tesoros (las llaves del coche, la cartera, y poco más. Recordad que no soy persona de pasar mucho tiempo allí), y me fui a mi clase de spinning.

¿No lo he dicho todavía? Me encanta el spinning. De todas las actividades del gimnasio, esa es mi favorita. Nada de coreografías avergonzantes (para quien la realiza y para los que la observan), gran actividad anaeróbica, mucha dureza (si quieres, claro), música a todo trapo,… lo tiene todo. Eso si, depende mucho del monitor que tengas, que los hay de todos los colores (aunque este punto lo dejo para otro post).

El caso es que después de practicar mucho spinning en diferentes etapas de mi vida, acabo de descubrir una cosa. Cuando te das cuenta realmente del nivel que has cogido y la resistencia que has desarrollado a lo largo del tiempo es cuando vuelves a clase después de un tiempo de inactividad, y pretendes retomar la cosa en el punto que la dejaste. No voy a dar muchos detalles de cómo una combinación de cabezonería, miedo al ridículo, borreguismo y pocas luces te pueden llevar en 45 minutos al borde de la muerte.  Tan solo os daré dos consejos; primero: si el monitor, viendo que es tu primer día en el gimnasio, se acerca amistosamente a ti para explicarle como se coloca la bici, con decirle que anteriormente ya practicabas spinning, y agradecerle el gesto, es suficiente. No hace falta que le digas que eres una especie de dios del spinning que ha regalado su presencia a esa clase de simples mortales. Ten muy claro que él no te pregunta para humillarte…. para eso ya estás tú. Y segundo, aunque estés al borde del infarto, piensa que es solo eso, solo al borde. ¡Así que no sigas! Porque sí; puede ser aun peor. Y por mucho que te duelan los brazos, ¡bebe agua por Dios!

Dicen que no hay mal que cien años dure… y más o menos eso duró la clase. Pero acabó. Así que con los músculos de las piernas a mitad de camino entre un blandiblú al tratar de andar y una barra de pan 15 días al querer flexionarme, con una taquicardia de caballo, mareado (más bien cercano al vómito), exhausto y con mucha dificultad para coger aire y mantener la conciencia (especialmente al hacer cualquier tipo de actividad física intensa, como mover un brazo, colocarme el pantalón, o respirar), me dirigí al vestuario para coger cartera, llaves y arrastrarme en mi coche hasta casa.

Fueron duros los 20 metros hasta llegar a la taquilla, ya que desde hace muchos años los primates estamos acostumbrado a andar erguidos, no de «esa otra manera». Pero lo peor no fue eso. Fue que el candado no se abría. Os prometo que fueron más de 20 veces la que coloqué la supuesta clave; pero no funcionó. Y entonces traté de probar con otras posibles claves, pensando que quizás el ejercicio y el ver de cerca la muerte me podían haber nublado el juicio, pero tampoco. Fue entonces cuando la suma del calor del vestuario, mantenerme de pie y el “gran” esfuerzo de mover las ruedecitas del candado me llevó a mi primer mareo serio. Así que me senté y comencé a respirar hondo. Allí, en mitad de un vestuario extraño, rodeado de gente extraña, apesadumbrado, y sin poder irme a casa. Si hubiera podido andar 10 metros sin caer al suelo me habría ido, y a tomar por culo la taquilla. Ya volvería al día siguiente totalmente repuesto. Pero dependía de mi coche… y de las llaves que estaban dentro.

Cuando la gente dice que la vida te lleva y te coloca en situaciones sorprendentes suele pensarse en algo místico. Yo, desde hoy, pienso en el vestuario de mi gimnasio. Porque fue precisamente ese día cuando comencé a relacionarme con su gente. Allí, sentado, con la cabeza agachada, cubierta por una toalla, los musculitos me hablaron. Los primeros solo para saludarme; “camaradería de vestuario”, que me gusta llamar. Y después para preocuparse por mi estado. Cuando uno de ellos, tipo fuerte, musculado, con el torso desnudo (lo llamaré el anti-yo) me pregunto: «Oye, ¿Te pasa algo? ¿Estás bien?», saqué entonces todo el orgullo y compostura que me quedaban, y le contesté “Me encuentro mal. Me duele todo. Estoy mareado y no me puedo ir a casa porque no me acuerdo de la clave para abrir mi taquilla”.

– “¿Has probado con la clave 5643?” Me comentó el musculito.

– “No. ¿Por qué? ¿Es la clave genérica del candado?” Contesté agradecido.

– “No, pero es la que uso yo para todo”. A veces los clichés se quedan cortos… pero vaya que si probé la 5643. ¡Y varias veces!

El caso es que después de todos mis fallidos intentos por abrir la puta puerta me dirigí a recepción a pasear mi humillación por el resto del gimnasio… solo que en el camino me dio mi segundo mareo fuerte, acompañado de dificultad respiratoria, y decidí salir a la calle a tirarme en la acera y tomar el aire.  Al subir de nuevo (si, mi gimnasio está en alto. 58 escalones. Los conté ese día) explique mi situación a la chica guapa de recepción, que llamo al chico de mantenimiento.

– ¿Has probado a meter la clave?

– Mil veces.

– ¿Y nada?

– Nada.

– ¿Y era esa clave seguro?

– Seguro. Aun así he probado todas las posibles. Ese candado está roto (¡por qué diría lo de que soy más de pensar!).

– Pues entonces solo hay una alternativa, abrirlo con la cizalla. Pero el candado hay entonces que romperlo.

– ¡CIZALLA!

– Bueno, si te parece probamos un poco más.

– ¡NO! ¡CIZALLA!

– Solo una vez más y….

– ¡CIZALLA! ¡CIZALLA! ¡CIZALLA! ¡CIZALLA!

Así que me acompañó al vestuario (donde ya me conocían todos mis nuevos amigos), y nos acercamos a la taquilla. Me pidió la clave para hacer un último intento, y se puso a probar mientras yo le aconsejaba por detrás que se dejase de gaitas y que le diese a la cizalla. ¿Por qué esa insistencia en no usar la fuerza? ¡Precisamente en un gimnasio! Bueno, no he comentado que a la vuelta al vestuario tuve serias dudas de cuál era realmente mi taquilla, ya que justo al lado habían ocupado otra con un candado idéntico al mío (otro tío de los que le gusta darle al coco)…por lo que existía una duda razonable de que yo estuviera promoviendo forzar la taquilla de otra persona.

– “El caso es parece que quiere abrirse, se mueve un poco, pero al final no lo hace. ¿Seguro que la clave es esa? ¿No puede ser ligeramente diferente?”. Me comentó.

– No. No puede ser “ligeramente” diferente. Esa clave tiene un significado en mi vida, por lo que no hay “variaciones” posibles.

Y entonces, se abrió. El candado apareció en la mano del chico de mantenimiento, y dejó con ello la puerta de la taquilla entreabierta. “¿Ves como era esa la clave? ¿Qué has hecho para que se abra?” Pregunté intrigado. “El último número era un cuatro, no un seis”.

¿Creéis que debo volver mañana?

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Angel Sierra

"Saber escuchar no siempre significa no tener nada que decir." Cinéfilo, tecnólogo, deportista, tímido, imaginativo, trabajador, viajero, comunicador, compañero, disfrutón, tranquilo, loco, músico, cocinero, gestor, bailarín, empático, friki, complicado, géminis... siempre diferente. Huye de encasillamientos; de lo que has sido o dicen que eres. Sé lo que quieras ser... sobre todo buena gente.

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